viernes, 27 de abril de 2018

SALIR DE LAS SECTAS

TESTIMONIO. EXPERIENCIA DE UNA MUJER CON LOS TESTIGOS DE JEHOVÁ (IV) (continúa la entrada anterior)

En ese tiempo ya me debatía en la tensión de abandonarlo todo, incluso a mi marido, o entrar en tratamiento psicológico. Fue entonces cuando los ancianos intensificaron la ayuda y me enviaron dos hermanas más. Eran en total cuatro las mujeres que se turnaban en mi casa; pasé a estar acompañada todo el día, se metieron en mi vida íntima y personal sin permiso mío, muy sutilmente.

 
Me daban consejos a cada momento sin yo pedírselo. Hasta que al final me dijeron claramente y sin más rodeo lo que tenía que hacer para conseguir que mi marido cambiara: ¡sobornarlo sexualmente! Tenía que descubrir sus fantasías sexuales, y todos aquellos juegos eróticos que a él más le gustasen practicarlos todos los días a las horas que pudiera.

 
Se ofrecieron incluso a quedarse con las niñas para que yo estuviera más libre y serena, más concentrada y pudiera hacerlo todo bien. A la vez debería dejarme hacer por él todo lo que su libido le propusiera. La idea era tenerlo contento sexualmente… Me aseguraron que después de pasar esos momentos fingiendo y a veces hasta con asco, tenían conseguidos a sus maridos para todo lo que ellas quisieran durante el resto del día.

 
Tantos meses, tantas visitas, tantos rodeos… Yo era demasiado torpe para captar lo que me estaban proponiendo. Tuvieron que hacerlo abiertamente, con todas sus letras y palabras. Yo era ingenua, muy joven… y como decían los ancianos muy inexperta en el matrimonio.

 
No lo dudé un minuto: opté por el tratamiento psicológico. La sola idea de ser una especie de prostituta legal me sobrecogía el corazón.

 
Me fui al Centro de la Mujer de la Consejería de Asuntos Sociales. Allí me trataron muy bien, con mucho cariño y atención. Me designaron una psicóloga que se puso las manos en la cabeza cuando le conté mi historia, y lejos de atiborrarme de consejos o de fármacos, inició conmigo una terapia de autoestima que fue ayudando a valorarme no solo como persona sino también como mujer.


Comencé a ir menos a las reuniones de la congregación, tenía claro que no quería ser como las hermanas sabias, como los ejemplos vivientes de la congregación. Ahora que sabía por qué les iba tan bien la vida y sus respectivos matrimonios, las veía como hipócritas y no soportaba su compañía. Después de saber de sus estrategias para mantener unos matrimonios agonizantes y a veces hasta muertos pero felices de cara a la galería, no soportaba su presencia ni tanta apariencia. Lo veía todo como una gran mentira.

 
Cuando conté todo esto a los ancianos esperando que para ellos fuera motivo más que suficiente para hacer una reflexión dentro de la congregación y una llamada de atención, simplemente se sonrieron entre ellos. Me sentí ridícula, humillada. Ellos eran precisamente quienes las habían enviado, pensando que estas cosas entre mujeres se hablan mejor. Ellos las habían enviado para que me amaestraran en estas artes femeninas.

 
Les comuniqué entonces mi decisión de abandonar la congregación y ellos antes de aceptarla prefirieron esperar la visita del superintendente que estaba por llegar.

 
Mi decisión estaba tomada, pero por educación volví a aceptar a otro nuevo superintendente. Era la quinta vez que tenía visitas de este tipo en casa debido a que mi problema según ellos era muy difícil de sobrellevar para unos ancianos que nunca se habían encontrado con algo así.

 
A los pocos días me citaron en el Salón del Reino. Asistían a la reunión dos ancianos, dos siervos ministeriales y el superintendente de zona. Cinco hombres delante mía interrogándome “amorosamente y con todo tacto” sobre mi vida sexual. Me hicieron saber que quizás yo tendría alguna desviación, que no era de buena cristiana no dar el débito conyugal cuando el marido lo requería, etc. Me hablaron de la condena a muerte en la que estaba metida por no perdonar a un hombre que no había cometido adulterio aún, pero que si lo cometía, era yo la culpable por inducirlo a ello, por no dejarle tener relaciones sexuales conmigo, etc.

 
Llegado un momento no sé cuándo de esta reunión en que ya no aguanté más, me levanté y alzando la voz le dije al superintendente que yo tenía mi propia dignidad, que no podía fingir con un hombre al que no amaba ni me amaba, que consideraba mi postura más justa y legal que la de mantener una situación hipócrita; que el cariño, el amor, no se puede forzar, obligar; que el mío estaba roto porque mi ex-marido lo había hecho pedazos con su falta de tacto y sus maltratos. Que una cosa era perdonar y otra fingir amor y dejarse ultrajar. Y que estaba segura de que si Dios me amaba no me podía pedir semejante monstruosidad para salvarme. Que si yo accedía a lo que ellos querían, estaba segura de que perdería la razón, de que me volvería loca.


El hermano superintendente se levantó algo ofuscado, estaba poco acostumbrado a que una mujer le levantara la voz, más bien pensó que me echaría a llorar en su presencia por lo excesivamente cargada de problemas que estaba y por la riña que me estaba echando. Entonces, alzando él la voz por encima de la mía, dijo textualmente: “¿Y qué?, ¿qué pasa si te vuelves loca? Simplemente te internaremos en un psiquiátrico, pero Dios te salvará de la destrucción eterna el día del Armagedón. De esta forma (sin mantener relaciones sexuales), te quedarás cuerda, seguirás tu vida, pero Dios te destruirá a ti y a tus hijas el día del Armagedón”.

 
Fueron las últimas palabras que escuché por boca de un Testigo de Jehová. Tuve una recaída de crisis nerviosa a cuenta de esta contundente reunión, pero cuando creía que todo mejoraría dejando la congregación, todo empeoró, vinieron entonces los desprecios.

Contaba con que me saliera, con que me quedaría sola, con que me darían todos la espalda, pero no contaba, no tenía ni idea de que además sería despreciada con tanto descaro y premeditación tanto yo como mis hijas.


Cuando dejas de ser testigo, todos aquellos que se confesaban tus incondicionales hermanos, dispuestos a dar la vida por ti, dejan de hablarte, de mirarte, no importa cómo estés en esos momentos, tampoco lo que necesites. Te tratan como a una verdadera apestada. Incluso si alguien descubre que tiene algo en su casa que es tuyo, te lo deja a la puerta de tu casa sin ni siquiera tocar el timbre.

Los hijos pequeños que eran hermanitos de mis hijas, empezaron a llamarlas satánicas, han llegado a escupir por el sitio donde mis hijas han pasado, les han negado apuntes y libros de clase, las han despreciado tanto en el colegio, que la directora tuvo que llamar a los padres testigos para pedir explicaciones por este comportamiento tan discriminatorio e inhumano, tan fanático en suma.

A raíz de todo esto, mi hija mayor estuvo en tratamiento psicológico y ha desarrollado una desconfianza hacia todas las personas, y tiene problemas de relación.

Mi hija mediana sufrió durante mucho tiempo pesadillas nocturnas porque Dios la iba a destruir abriendo la tierra y enterrándola viva (palabras textuales de sus antiguas amigas testigos).

La pequeña era demasiado chica cuando todo esto pasó, pero siempre me recrimina que maté la infancia de sus hermanas. No quiere ni oír hablar de Dios y sus castigos; de ese Dios justiciero de los testigos que tanto daño nos ha hecho a todas.

Sigo creyendo en Dios. De hecho le pedí ayuda, y gracias a El he podido salir adelante. Pero he visto que Dios no mora en ninguna organización. Que verdaderamente es un Dios de Amor y nadie debería de constituirse en intermediario suyo, en el intérprete de su palabra; porque todos estamos llenos de miserias y éstas las echamos sobre los demás cuando intentamos hacer algo tan complicado como interpretar y hacer cumplir las Escrituras.

Animo a todo el mundo que lea esta historia a que busque y viva su propia verdad con corazón humilde y sincero, puedo asegurarles que Dios no las dejará.

No hace falta que nadie pertenezca a una estructura de organización que aplasta y deja sin iniciativa y creatividad a las personas, convirtiéndonos con buenas palabras y buenas intenciones en auténticos borregos.

Testimonio sacado de Infosect nº 46.